domingo, 29 de septiembre de 2013

Cerré los ojos (Trofeo CAI-Ciudad de Zaragoza 2013)

Cerré los ojos...
los volví a abrir. Los belgas dominaban el mundo del basket, el mejor jugador está en el banco demasiado tiempo, como si las rotaciones fueran la mejor manera de enfriar el pescado. Reducimos la posesión de la bomba y los marcadores cada vez tienen menos puntos. La media del máximo anotador en la ACB llegó a estar por encima de 28 puntos. No se puede fumar, no hay hielo en los refrescos.

Cerré los ojos porque ya no había logos en las camisetas. Porque no merecía la pena seguir, Turner, Hopson, Paddio, Toolson, Green, Bannister. Vuelvo a lo de Bélgica, a Finlandia también.
En realidad la última vez que cerré los ojos el único argentino bueno era Marcelo Nicola.
No hay Taugrés, ni Davalillo. Contratamos a Zárate por diez dias, a Iñaki Zubizarreta por media temporada. Se dio un golpe, temblaba.

Cerré los ojos y cuando los volví a abrir todo seguía siendo rojillo y Caísta, pero en el fondo tenemos corazón de Ibercaja. Cerré los ojos y a mi lado estaba sentado mi padre y yo disfrutaba tanto de su compañía como de los partidos. Cerré los ojos y cuando los volví a abrir le mandé una foto por el móvil para que viera dónde me sentaba. Me lo traeré algún día, seguro.

Cerré los ojos y solo había un equipo bueno en Cantú, Bolonia y Milán. En Siena no ganaban un título desde los sesenta. Cerré los ojos y había un equipo que se llamaba Iraklis y Rigadeu un bizco al que ganábamos siempre. Cerré los ojos y había Korac y Recopa. Cerré los ojos y los negros no jugaban en equipos rusos.

Cerré los ojos y seguían vivos Magee, McDowel y Mel Turpin. 
Cerré los ojos y todavía esperábamos la vuelta de Manel Comas. 

El último fue Cargol. Cuando he abierto los ojos he preguntado por Zapata. Debo tener algo de brujo porque lo he visto en los pasillos del Príncipe Felipe. Cerré los ojos y Scariolo era entrenador del Baskonia. Cuando los he abierto seguía siéndolo. Cerré los ojos y Joaquín Ruiz Lorente estaba en el CAI. He abierto los ojos y seguía en el CAI.

Volviendo a mi duda clave: Por qué no ha jugado más Viktor Sanikidze, llevaba 12 puntos e íbamos de tres.



por Octavio Gómez Milián

sábado, 28 de septiembre de 2013

Los chicos del baloncesto

Se acabó el mundial de baloncesto y España, por primera vez en unos cuantos campeonatos, no jugó por las medallas. En los ojos de unos pocos había algo de incendio; los chicos del baloncesto, los de la logia secreta de Ramón Trecet y Pedro Barthe, cabreados por el inepto italiano que nos había devuelto a los tiempos del desierto. Treintañeros que depositamos nuestras esperanzas en el CAI Zaragoza y la Gigantes del Basket, que aguantábamos despiertos para ver a los Hawks de Mike Fratello en “Cerca de las Estrellas”. Educación emocional, recuerdo a mi padre contándome cómo machacaba de espaldas Claude Riley o describiéndome, con los ojos encendidos, la estampa de Kevin Magee golpeando un bombo al terminar la final de la Copa del 83. Pienso en Mark Davis, en Leon Wood y Ken Bannister, José Luis Rubio y su deportivo con la matrícula 007 —una leyenda urbana que nunca llegué a confirmar. Curiosamente recuerdo estar en la Romareda el día que se mató Fernando Martín y en el bungalow de mis abuelos en Salou cuando se jugó el Preolímpico de Seúl con Romay lesionado, la noche que trataba de seducir a una chica con un ojo puesto en la televisión mientras la selección perdía contra China, el “angolazo”, actualizar de manera compulsiva la edición digital de Marca para seguir los partidos desde Buenos Aires... muchos momentos de mi vida, de nuestras vidas. El día de la final en Japón se me saltaron las lágrimas viendo a Pau Gasol descender cojeando las escaleras del estadio en busca de su medalla de oro. Cuando veo jugar a la selección de baloncesto sé que sienten los colores, que aprietan los dientes cuando suena el himno, que en los lugares pequeños la gloria dura menos pero sabe más dulce. Díaz Miguel que estás en los cielos, sálvanos del monstruo del fútbol, nos la jugaremos en la última posesión de la vida.

Columna publicada en el Heraldo de Aragón del 15 de Septiembre de 2010
por Octavio Gómez Milián

Memoria de jóvenes airados


Ha comenzado una nueva edición del Eurobasket y el equipo español asusta. Se lo noto en la cara a los lituanos y a los griegos, la mirada del tigre ha vuelto, el sueño tiene forma de balón y color anaranjado. Nunca me ha convencido el patriotismo barato que aparece en forma de plaga de banderas y cánticos con las victorias deportivas. El orgullo de ser español circunscrito a gestas intrascendentes de jovencísimos millonarios superdotados físicamente me parece una estupidez mayúscula, casi tanto como la superchería de boina (o txapela, barretina e incluso cachirulo, que de todo tenemos) de los nacionalismos. Y entonces, Octavio, ¿por qué te ves hasta los amistosos de la selección de baloncesto? Supongo que es inherente al carácter contradictorio de un buen español, ni más ni menos. También porque el baloncesto está ligado a mi adolescencia, al Príncipe Felipe, Mark Davis y a la eterna espera de la vuelta de Fernando Martín. Y, por supuesto, porque la mayor parte de los jugadores de la selección han crecido exprimiendo su verano a través de las distintas categorías, involucrándose en un proyecto que ha terminado funcionando magníficamente. El éxito de la planificación, deportiva o industrial, tendría que ser motivo de alegría y celebración. Aunque tengamos que sufrir al agorero de Ramón Trecet (ángel nocturno en muchas madrugadas "Cerca de las estrellas") y al palizas de Iturriaga, defendamos en zona la memoria de los jóvenes airados, los hijos del "angolazo", de los cuartos de final perdidos contra Brasil y Australia, fans de Ferrán Martínez, imitadores de las gafas de Antonio Díaz Miguel (que estás en los cielos), devotos de la Iglesia de los Gasol de los últimos días... apretemos los dientes, que toca volver al trabajo y septiembre se hace muy largo.

Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del 1 de septiembre de 2011
por Octavio Gómez Milián

Drazen y Trecet

Hay veces que la vida se te lanza encima y es muy difícil evitar chocar contra ella. Hace unos días volví a una de mis viejas aficiones, el baloncesto. La euforia por la clasificación del CAI Zaragoza para semifinales de la ACB se diluye entre la voracidad del triste monstruo futbolístico y este estío fallido que no llega. Vuelvo al año 1989, a la final de la Recopa de Eupora de baloncesto: Real Madrid-Snaidero de Caserta. ¿Os acordáis? Seguro que sí, Drazen Petrovic 62 puntos y Óscar Schmidt 44. Y Ramón Trecet radiando la final desde Atenas. Trecet lo sabía todo. Casi todo, en realidad: no sabía que al año siguiente Fernando Martín (que metió los puntos decisivos en la prórroga de aquel partido, no lo olviden nunca, Fernando Martín, con tilde en la í) se mataría en un accidente de coche y que unos pocos años después Petrovic moriría de la misma manera tras jugar con su nueva selección, Croacia. Al final de la década de los ochenta el baloncesto alcanzó su perfección absoluta con los chicos de Yugoslavia. El combinado plavi destrozó todo los mitos, los soviéticos y los norteamericanos, con un juego vistoso que combinada lo técnico y lo físico. ¿Y después? Después odio, muerte y división. Ellos eran los mejores jugando juntos, sin necesidad de mirar su carnet de identidad. Eran los mejores porque tenían algo en común, a pesar de que sus gobernantes, sus imanes y cualquier político con delirios nacionalistas les dijera lo contrario. No me quiero poner moralista pero me acuerdo de Kukoc y Radja con la Jugoplastika, me acuerdo de Don Francisco enseñándonos Geografía en séptimo de EGB. Fuimos la generación que aprendió la geografía europea más fácil de la historia. Eres un trágico, Octavio. Claro, y también nos parecía normal que los equipos griegos ficharan a golpe de talonario a Dominique Wilkins, porque el dinero del Olimpiakos del Pireo salía de los bolsillos de los armadores. Trágico y agorero...no quiero olvidar tampoco los grandes pabellones construidos en todas las ciudades y los pueblos de España. Pabellones titánicos. Era una gran época aquella, construir era gratis, porque el dinero público no era de nadie y todos teníamos que tener una Exposición Mundial (o universal o galáctica, qué sé yo). Aquellas sesiones de televisión de madrugada, cerca de las estrellas, soñábamos con que nuestro compañero de pupitre, el alto, el Pau, jugara en la NBA y nosotros seríamos ingenieros en la NASA o, los más mediocres de la generación más preparada de la historia de España, nos sacaríamos una oposición y veríamos los partidos desde una televisión con las sobras de la tasación de la hipoteca. Esos sí que eran buenos tiempos.

Columna aparecida en el Heraldo de Aragón del 13 de junio de 2013
por Octavio Gómez Milián

El último vals del Indio Díaz

El final del verano coincide con mi cumpleaños y este año me han hecho el mejor regalo en mucho tiempo: un abono de temporada para el CAI Zaragoza. El baloncesto es grande, muy grande: con su épica de partidos trepidantes, con su panteón mítico de enormes individualidades y ese alejamiento mediático que supuso para mi generación la NBA. Cuando estoy un poco bajo de ánimo, se lo voy a confesar, me pongo en Youtube el concurso de mates del All Star del 2009, el día que Rudy Fernández hizo su primer mate con la camiseta de Fernando Martín (con tilde en la i, claro). Todavía soy capaz de recordar uno a uno a los jugadores del equipo que hizo el ridículo en el mundobasket de Argentina 90 o el que perdió con Angola en los Juegos Olímpicos de Barcelona. Emocionarse con las derrotas es signo de madurez...o eso dicen. En la temporada 90-91, con el Pabellón Príncipe Felipe recién inaugurado, mi padre y yo cogíamos la línea 40 desde la Plaza de San Francisco hasta la Avenida San José con Cesáreo Alierta y caminábamos hacia la Granja, donde se alzaba el imponente polideportivo. Aunque años después disfrutaría de los conciertos de Leonard Cohen o Miguel Ríos, los primeros momentos de pasión entre esas cuatro paredes fueron aquella temporada. Era la época del segundo advenimiento de Kevin Magee y mi último año de EGB. Ruiz Lorente o Fran Murcia, Lucio y Alberto Angulo, Aitor Zárate que vino para diez días, Dani Álvarez que estudiaba ingeniería en el Centro Politécnico Superior, José Miguel Hernández cedido un año en el Magia de Huesca, todos tienen un hueco en mi memoria. Después, parpadeo un segundo y tengo treinta y cinco años y espero las listas de interinos de secundaria cruzando los dedos para tener algún destino. Aunque este curso, por lo menos, volveré al Felipe.
columna del Heraldo de Aragón (1 septiembre del 2013)
por Octavio Gómez Milián